Estaba en la cocina preparando la cena.
Escuchó el nombre de aquella mujer en las noticias, se sobresaltó y se cortó en la mano derecha.
Contuvo el grito de dolor, cerró el puño con rabia, fue al salón y la vio en el televisor.
Era ella, y estaba muerta.
Según dijeron por televisión, el juez no le había concedido la orden de alejamiento, ya que —según este escribió en la sentencia— “no se aprecia una situación objetiva de riesgo para la víctima”.
Pero ahora estaba muerta, y de poco sirvieron sus denuncias y todos los argumentos que, temblando, ella le dio.
Tres días antes tuvo la sentencia en su mano y, con la misma —que ahora tenía manchada de sangre— la firmó.
Su mano sangraba y se apretó con la otra para cortar la hemorragia.
Era inútil: la sangre salía a borbotones.
Al ver cómo sangraba su marido, la mujer, asustada, le preguntó:
—¿Qué te ha pasado?
Él se miró las manos y dijo:
—Esta es mi sentencia.