MICRORRELATO: LA CHAQUETA DE PANA




A veces estaba en su despacho, casi siempre cuando había reunión del Consejo.
Le gustaba sentir que aún corría el poder por sus manos, que algunos compañeros lo miraban con envidia y cierto desprecio mal disimulado.

Sentados a la misma mesa, él seguía teniendo algo que decir, aunque su formación estuviese por debajo de la mayoría de los allí presentes.
Se creía un cautivador de almas humanas con su falsa palabrería y, de hecho, no le había ido mal en su carrera política. Aún había quien lo recordaba con añoranza.

Recordó, entonces, la primera vez que cruzó la puerta giratoria de ese edificio. Al entrar, el calor sofocante le hizo quitarse su chaqueta de pana y, por fin, pudo respirar.
Subió a su despacho y lo primero que hizo fue tirarla a la papelera: la había llevado muchos años y ya empezaba a pesarle demasiado.


MICRORRELATO: LAS CAMPANADAS




Sonaron las campanas durante horas.
Me pregunté quién era el muerto, por quién doblaban las campanas de esa forma.
No debía ser un pobre diablo, porque llevaban demasiado tiempo sonando, y ya me resultaba insoportable.

Harto de escuchar ese sonido monótono y constante, bajé a la calle para saber quién era ese muerto tan importante.
Algunos paseantes ni me miraron cuando yo les pregunté por el muerto. No me importó; tan solo quería saber por qué persona teníamos que estar soportando ese ruido espantoso.
Cada vez se volvía más intenso, se te metía en la cabeza y tenías la sensación de que, en cualquier momento, te iba a reventar.

A veces, mientras avanzaba en mi búsqueda, tuve que pararme y sujetarla entre mis manos; me explotaba la cabeza.
Mis pensamientos se volvían furia, ira; no lograba entender por qué imbécil sonaban las campanas de aquella manera.
Estaba muerto, pero lo odiaba. Pensaba que si lo tuviera delante, lo mataría, pero ni eso podría hacer: ya estaba muerto.

Intenté avanzar por las calles para llegar a la iglesia y que dejasen de tocar, de una vez, esa maldita música infernal, pero avanzaba muy lentamente.
La gente, el tráfico, todo se interponía en mi camino.

Pregunté de nuevo, esta vez a una señora algo mayor, y ni me miró.
Nadie respondía a mis preguntas hasta que un joven, algo demacrado, se me acercó y me dijo:
—Paciencia, es ley de vida. Todo terminará pronto.
—¿Las campanadas? —le pregunté.
—Todo —me respondió.

Me sentí aliviado al saber que pronto volvería el silencio, que podría volver a oír mis pensamientos sin tener que enfurecerme ni volverme loco.
Y seguí avanzando hasta que mis pasos dejaron de ser mis pasos y mi cuerpo… dejó de ser mi cuerpo, y las campanadas, poco a poco, se fueron callando.
El silencio lo invadió todo… hasta mi alma.


POESÍA: REFUGIADOS




Las olas mecían tu cuerpo
quieto, la arena te acunaba
en el silencio… de testigos
callados y ciegos.

Te esperaba un mundo… nuevo.

Tu imagen viajó más que tu cuerpo
en el mar inmenso
y en el dolor intenso
del olvidado recuerdo
de testigos sordos, mudos y ciegos.

Te esperaba un mundo… de sueño.

Unas manos blancas alzaban tu cuerpo
y se detenía el tiempo
tu nombre, uno… entre cientos,
lágrimas congeladas por el viento
que no ocultaban el sentimiento
de testigos sordos, mudos y ciegos.

Te esperaba un mundo… de muertos.