Sonaron las campanas durante horas.
Me pregunté quién era el muerto, por quién doblaban las campanas de esa forma.
No debía ser un pobre diablo, porque llevaban demasiado tiempo sonando, y ya me resultaba insoportable.
Harto de escuchar ese sonido monótono y constante, bajé a la calle para saber quién era ese muerto tan importante.
Algunos paseantes ni me miraron cuando yo les pregunté por el muerto. No me importó; tan solo quería saber por qué persona teníamos que estar soportando ese ruido espantoso.
Cada vez se volvía más intenso, se te metía en la cabeza y tenías la sensación de que, en cualquier momento, te iba a reventar.
A veces, mientras avanzaba en mi búsqueda, tuve que pararme y sujetarla entre mis manos; me explotaba la cabeza.
Mis pensamientos se volvían furia, ira; no lograba entender por qué imbécil sonaban las campanas de aquella manera.
Estaba muerto, pero lo odiaba. Pensaba que si lo tuviera delante, lo mataría, pero ni eso podría hacer: ya estaba muerto.
Intenté avanzar por las calles para llegar a la iglesia y que dejasen de tocar, de una vez, esa maldita música infernal, pero avanzaba muy lentamente.
La gente, el tráfico, todo se interponía en mi camino.
Pregunté de nuevo, esta vez a una señora algo mayor, y ni me miró.
Nadie respondía a mis preguntas hasta que un joven, algo demacrado, se me acercó y me dijo:
—Paciencia, es ley de vida. Todo terminará pronto.
—¿Las campanadas? —le pregunté.
—Todo —me respondió.
Me sentí aliviado al saber que pronto volvería el silencio, que podría volver a oír mis pensamientos sin tener que enfurecerme ni volverme loco.
Y seguí avanzando hasta que mis pasos dejaron de ser mis pasos y mi cuerpo… dejó de ser mi cuerpo, y las campanadas, poco a poco, se fueron callando.
El silencio lo invadió todo… hasta mi alma.