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MICRORRELATO: EL PASEO

Fue paseando por la oscuridad y el silencio. En la cuneta, los pies quietos. Esa noche, las armas gritaron su último verso.
(Dedicado a Lorca)

Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad? (La piedra oscura, Alberto Conejero) “Un canto de amor a Federico García Lorca.”




No sé si es una afirmación o una esperanza plantearnos si desapareceremos del todo o no, algunos quizá no desaparezcan nunca, como en el caso de Lorca, otros, quién sabe. En realidad, todos habremos formado parte de algo, nos recuerden o no. La memoria colectiva está llena de personas anónimas, y quizá sean estas las más importantes, por necesarias, esas de las que no sabemos sus nombres ni a qué se dedicaban, esas que tal vez ya no tengan parientes que las reclamen, pero que estuvieron allí y lucharon por unos ideales de libertad. El tema de la memoria histórica invade toda la obra, a través de la figura de Lorca se reclama la memoria de todos aquellos anónimos que, como él, aún no se sabe dónde descansan sus restos.
La piedra oscura podía haber sido una obra de Federico García Lorca o al menos eso parecía cuando encontraron sus documentos, donde aparecía el título de esta obra, aunque tan solo estaban anotados algunos personajes, pero la guerra nos la arrebató como tantas otras cosas. Nos arrebató al poeta pero no su obra porque hubo quien se empeñó, quien hizo todo lo posible para que esos documentos llegasen un día a ver la luz. Una de esas personas fue Rafael Rodríguez Rapún, uno de los protagonistas de La piedra oscura de Alberto Conejero.
Dos personajes, dos bandos y un solo espacio, dividido. Dos personajes que muestran realidades diferentes, uno con treinta años, maduro, seguro de sí mismo, otro con 17, sin saber muy bien qué hace allí, en mitad de la guerra. Pero cuando bombardearon su pueblo, su madre murió y él salió corriendo hasta llegar al bosque, y allí pasó días hasta que los del bando nacional lo encontraron, le dieron agua, un uniforme y un fusil. 
También los dos unidos en su huida pasada que dejó muertos por el camino, muertes, que no eran suyas, pero de las que de alguna manera se sienten responsables. Sebastián, el muchacho de 17 años, cuando vio los aviones le pidió a su madre que saliera a la calle, a verlos, a ver los aviones italianos, a saludarlos con alegría pero cuando cayó la primera bomba y luego muchas más y su madre cayó al suelo, oyó que le gritaba algo pero no se detuvo, corrió y siguió corriendo, le pudo más el miedo a morir y ahora, no puede dormir sin oír su voz, sin saber qué le dijo aquel día. Rafael, por su parte, se marchó de Madrid cansado de ser el acompañante de Federico García Lorca, no pudo soportar que la gente lo saludara cuando iba solo,

y que a sus espaldas dijeran “maricón”, esas palabras resonaban en su cabeza. Necesitaba pensar en el buen nombre de su familia y en los sueños de vida conservadora que él tenía, casarse, tener hijos y vivir tranquilo. ¿Eso lo podía tener con Lorca? Seguramente no, pero pudo ser feliz con su amante pero tuvo miedo. Por eso se fue sin despedirse, sin una palabra que pudiera mitigar el dolor del que se quedaba. Finalmente, Lorca dejó de esperarlo y se fue a Granada, y allí, lo fusilaron, un 18 de agosto de 1936. Tres veces había llamado, le dijeron sus padres a Rafael. Si Rafael se hubiera quedado en Madrid, quizá hablaríamos de otra historia, pero no lo hizo y tuvo que vivir con ello. Tal vez la única forma de demostrar el amor que sintió por Lorca, de mostrar lo que no le dijo nunca era conservando su obra, como así se lo pidió el propio autor, y Sebastián, era su única posibilidad, su única esperanza. Su carcelero será el único que podrá mantener viva la memoria de Lorca.

La obra empieza con un monólogo de Sebastián: “[…] Porque ha llegado la hora, la hora que tanto quise cuando era un niño, enloquecido por el silencio, por todo ese silencio amontonado sobre mis hombros y yo temía que la vida fuera eso, tan sólo eso, y quería que mi corazón se llenara de ruido.Y es idiota pero por eso me hice músico -aunque a ti no te importe porque duermes y no puedes oírme- para llenar mi corazón de ruido y espantar ese silencio que me estaba volviendo loco […]” Ese silencio que le pesaba tanto en su infancia y que ahora, en esa habitación de hospital militar debe seguir manteniendo hasta que, poco a poco, vemos una transición en el personaje y cada vez se siente más cerca de Rafael, sus posturas se van acercando a través de la palabra. Dejan de ser prisionero y carcelero para convertirse, ambos, en prisioneros de una realidad impuesta, la guerra.
El escenario es espectacular, sobrio, gris, una cama, una silla y el suelo blanco y negro. Cada personaje ocupa su espacio, cada uno en su extremo del escenario, a la izquierda, Rafael, a la derecha, Sebastián. Sebastián invade el espacio de Rafael, al principio se siente incómodo, no quiere estar cerca, pero después se va quedando por momentos cada vez más largos. En esos momentos vemos como Sebastián empieza a dudar, ya no está tan convencido de su posición en esta guerra. Rafael, sin embargo, nunca abandona su espacio, tan sólo cuando sale a morir. 

Quizá nunca desaparecemos del todo, y quizá nunca, por desgracia, sabremos dónde están todas aquellas personas que formaron parte de la historia más cruda de este país. Pero mientras haya memoria colectiva, habrá esperanza.